11 de abril de 2001

La Fuente del Avellano

o El Hechizo de las Aguas Alhambrinas

Antigua foto de la Fuente del Avellano con sus aguadores.
Hubo un tiempo en que hablar o escribir sobre las fuentes de Granada era normal, estaba dentro de la ortodoxia romántica, poética o literaria, pero hoy, cuando alguien te invita a realizar un acto de tan extraña naturaleza no sabes bien si te toman la escasa cabellera remanente o te invitan a un baile de máscaras. Sin embargo ante las aclaraciones de seriedad y la insistencia, uno acaba por abrir el baúl de los recuerdos, por si acaso...

¡Ah caramba, pues ahora que lo dices... sí que podría contar una historieta...!

Verás; hace mucho, mucho tiempo, Granada tenía una fuente: La Fuente del Avellano, tan famosa y popular que para siempre quedó inmortalizada en poesías y tonadillas populares. Me refiero a esa fuente que mana bajo los pies de la Alhambra, en la umbrosa rivera del Darro . Pero he aquí que un buen día dejó de manar, y esto, que debería haber sido causa de luctuosa pena y grandilocuente ensalzamiento, se convirtió en mofa, risa y befa para algunos y en profundo fiasco y desencanto para los más. Y es que el óbito coincidió con la reparación de la acequia de la Alhambra, que, de tanto abandono, había acabado por derruirse allá por donde Boabdil se había sentado para esperar a que se calmase su ciudad amotinada.
Actual Fuente del Avellano

La canalización de la acequia y la extinción de la fuente habían dejado al descubierto el gran misterio: La mejor de las fuentes, en la ciudad de las fuentes, la mejor de las aguas, en la ciudad de las aguas, no eran otra cosa que lágrimas de una acequia.

Pero esto que podría parecer un simple fiasco pueblerino, esconde en realidad muchos misterios, porque a veces he pensado que muy bien podría ser una venganza de los duendes de las aguas alhambrinas.

Esta afirmación, hecha por el que suscribe, puede parecer altamente increíble para quien me conozca, pero he de confesar que mi sustancia científica no es pétrea, lo descubrí hace algún tiempo, para mi pesar. Tratándose de la Alhambra, puedo creer cualquier cosa. Debe ser el surco que dejó en mi tierno espíritu juvenil la lectura de Washington Irving.

Conocedor de mi flaqueza he recurrido en repetidas ocasiones a mi hermanico Emilio, que es un científico de los que hacen la ciencia, no como yo, que pierdo mi tiempo intentando en vano transmitirla. Además él es una de las pocas personas que hoy siguen luchando contra estos duendes porque casi nadie sabe que, los muy ladinos,  ahora se han empeñado en hundir la Alhambra.
Trasgo

Puesto que hace mucho, mucho tiempo, que la gente se ha olvidado de la Fuente del Avellano, estos trasgos (porque yo creo que no son duendes, sino trasgos), se han dedicado a lamer las entrañas de la tierra, justamente debajo de los cimientos de la Alhambra que cada día se encuentra  más y más flotando sobre agujeros, y el día menos pensado... nos darán un gran susto.

Mi hermano piensa que los viejos aljibes pueden estar deteriorados, achaques de los años, y por esta causa las aguas escurren por entre las tierras sin control, erosionándolas y dejando a las murallas y las torres sin apoyo. Por esto se dedica a añadir a las aguas extrañas pócimas (él las llama isótopos  ligeros estables, para que nadie sepa de lo que se trata) y luego contrata a jóvenes alpinistas para que se descuelguen por el tajo de San Pedro y averigüen si salen por aquí, o por allá, las pócimas que él puso en el estanque de más arriba. En fin cada uno se entretiene como puede. De todos modos pienso que si pone al descubierto el plan de los trasgos, idearán otro aún más maquiavélico. Para mí está claro que su espíritu vengativo no cejará hasta darnos un gran disgusto.

  Sea como fuere, Emilio es un profundo conocedor de los secretos de las aguas de las Alhambra y por esto he acudido a él para pedirle información. Un día le pregunté en tono jocoso:

- ¿Cómo es posible que los granadinos antiguos tuvieran tan mal paladar como para no darse cuenta que las maravillosas aguas de la Fuente del Avellano no eran sino escurriduras de una acequia?

Mi hermano, tras mirarme como si le deslumbrara el Sol y balbucear algunos epítetos poco lisonjeros, se revistió de la toga de maestrillo y me explicó:

- Deberías saber, pero es evidente que no sabes, que la acequia de la Alhambra trae sus aguas directamente de la Sierra de Huétor y no de cualquiera de los cinco ríos que confluyen en la ciudad: Monachil, Dílar, Beiro, Darro y Genil, y de los que los granadinos han tomado el agua pese a su pésima calidad biológica, especialmente en los siglos pasados.

Que las aguas de las Fuente del Avellano procedían de las escorrentías de las acequias de la Alhambra, es un hecho evidente, pero no lo es menos el que estas aguas no pasaban por ninguna población anterior y no estaban contaminadas como las otras. Y por si esto fuera poco, resulta que para bajar desde la acequia hasta la fuente, estas aguas tenían que percolar a través de toda la Formación Alhambra; una formación geológica conocida mundialmente que consiste en un conglomerado rojo con abundantes arcillas, y que es por tanto el mejor filtro que a unas aguas se les puede proporcionar. Las arcillas se quedarían incluso con los posibles radicales orgánicos que las aguas pudieran transportar.
   
- ¡Total que serían de mejor calidad que las de Lanjarón! -dije yo en tono socarrón.
   
- Pues ahora ya es imposible comprobarlo, pero es muy posible -me replicó.
   
- Según esto, la Fuente no debe ser muy vieja, porque debió surgir cuando las acequias se comenzaron a deteriorar...

- No tengo idea de su antigüedad pero es posible que sea tan vieja como la misma Alhambra porque las acequias de los moros tenían unos agujeros de vez en cuando, dejados expresamente, no se sabe bien con qué fin. Incluso, hay una hipótesis, en la que se plantea la posibilidad de que tuvieran como objeto evitar la deposición de carbonatos en la acequia.
   
      Mi hermano me miraba con una sonrisa de oreja a oreja y ojos de trasgo, porque era consciente, dado mi creciente color violáceo, de que el químico que hay dentro de mí estaba a punto de saltarle al cuello.
   
- ¿¿Cómo...?? ¿Insinúas que unos agujericos en una acequia pueden influir en una reacción de precipitación? ¿Que aumentan la solubilidad de los bicarbonatos? ¡Siempre he dicho que los geólogos...!

      Ni que decir tiene que la polémica subidita de tono duró horas. Que si entre el agua de una acequia y el terreno circundante hay una diferencia de potencial que desaparece al haber escapes de agua, que si las aguas del pueblo de nuestra madre siempre llegaron por acequias sin problemas y cuando las canalizaron se precipitaron tantos carbonatos que las tuberías se hicieron macizas... Menos mal que al final cedió en admitir que era sólo una hipótesis, que no era suya, e incluso aceptó la suma dificultad probatoria de la misma.

      Para mí es evidente que está tan enamorado de las cosas de la Alhambra, que es capaz de admitir que los moros sabían electroquímica, antes que aceptar, que no sabían construir acequias sin agujeros.
   
El tema se hizo atractivo y dio de sí para varias charlas de fin de semana. Así pude enterarme de otras muchísimas cosas sobre la historia de la fuente, y de las fuentes de Granada. Tantas como para poder contestar a preguntas impertinentes como:

¿Y para qué quería Granada a los aguadores si era la ciudad del mundo conocido con más fuentes?
   
      La causa fue el tifus endémico que padeció la ciudad desde hace un siglo, y que obligó a los granadinos a no tomar las aguas “potables”  procedentes de los contaminados ríos, sino la de nacimientos próximos. Ese tifus que ya en 1919 obligó a Manuel de Falla (que tenía pensado visitar Granada por primera vez) a escribir a su amigo Ángel Barrios: “A propósito ¿qué hay del tifus? Supongo, por lo que leo, que hasta ahora se trata solo de una falsa alarma”. Por desgracia no era una falsa alarma.

      “Hay aficionados al agua de Alfacar, a la de las Fuentes de la Salud o de la Culebra, a la del Carmen de la Fuente o a los pozos del barrio de San Lázaro; pero los grandes grupos, como quien dice los partidarios del gobierno, son alhambristas y avellanistas”,  decía Ángel Ganivet, el fundador de la “Cofradía del Avellano”, vivero de poetas y artistas.
Placa dedicada a Ángel Ganivet.

      Así surgen los aguadores. Para traerle el agua a quien no podía ir a por ella, o a quien, por su condición, consideraba impropio hacerlo.

En Granada, un aguador tiene que ser a su modo un hombre de genio..... 

¡Acabaíca de bajar la traigo ahora!, 
¡Fresca como la nieve!, 
¡de la Alhambra, quien la quiere!, 
¡Buena del Avellano, buena!...

Ángel Ganivet.

      Con mucha menos poesía, en un folleto informativo de la actual sociedad encargada de las aguas de Granada (EMASAGRA) puede leerse: Al final del siglo XIX, en 1884, una gran epidemia de resonancias internacionales, obligó a tomar medidas sobre las instalaciones de agua. De esta época data el embovedado del río Darro, la apertura de la Gran Vía -que significó un gran avance en las condiciones higiénicas de la población pese a destruir la medina de Granada en torno a la antigua Mezquita mayor (hoy, Capilla del Sagrario)-.
   
      Por fin, en 1950, Gallego Burín acabó con el problema del agua en Granada, después de un siglo de intentos para arreglar el abastecimiento de agua en la capital, iniciado en 1876 por el Ayuntamiento. “Por una vez renegó de lo tradicional, inutilizando por inadecuadas las conducciones de aguas y las alcantarillas que habían sido tendidas a través de la ciudad por los musulmanes” decía Molina Fajardo a la muerte del alcalde.

Pero antes, mucho antes, las aguas de Granada tenían fama. “En el espacio de mil y veintisiete pasos nacen treinta y seis fuentes”; decía Braun (1576) en su obra Civitatis Orbis Terrarum, refiriéndose a Granada. Pero no sólo por la abundancia, también por la organización y la limpieza:  “En Granada la dominación musulmana creó la primera red de abastecimiento de agua potable, durante siglos enteros sin igual en todo el mundo” decía Bosque Maurel. Más aún: “En Granada casi todas las casas están provistas de cisternas y de dos cañerías, una para el agua potable y otra para las letrinas, pues los árabes cuidaban mucho de estos menesteres” puntualizaba  Jerónimo Münzer (1494)  un viajero veneciano.

      Y además se preocupaban muy mucho de conservar sus instalaciones en buen estado, no solo los árabes, los moriscos, tenían unos empleados de gran prestigio que se cuidaban de ello, los “canaguis”. También los primeros cristianos supieron apreciar la calidad del agua y defendieron y cuidaron estos caudales. Sirvan como ejemplo las ordenanzas de Carlos V para garantizar la potabilidad de las aguas de su ciudad preferida:

"Otrosí mandamos y hordenamos que cualquiera persona que echase en las acequias o cauchiles o maneses o pilares o azacayas alguna bacinada o perro o gato o gallina o otra cosa muerta o otra suciedad alguna o metiere o lavare bacín o otra cosa semejante que aya de pena tres mil maravedis e que esté veinte días en la cárcel y si no tuviese de que pagar que esté cincuenta días..." (*)

      Pero al mismo tiempo aquí se aprecia la diferencia: no tenemos constancia de que los árabes necesitaran ordenanzas para que el pueblo cuidase la calidad de las aguas. Ellos sabían bien que el agua es un gran tesoro por el que vale la pena trabajar y luchar. Si las aguas de Granada acabaron convirtiéndose en una inmensa cloaca, siglos después, no es necesario seguir narrando la historia para intuir cómo y por qué ocurrió.
   
      Por fortuna, todo este desastre final ya es historia, y aunque ahora las fuentes no son más que decorado y tramoya, un pilar con unos cubos de agua turbia impulsada por bombas que la hacen saltar y bailar en un ciclo sin fin, el agua potable está bien cuidada y es de calidad aceptable.
   
      También ahora podemos comprender el abandono y tristeza en que los duendes de las aguas alhambrinas se encuentran sumidos, y las causas de sus viejas heridas por las que siguen urdiendo venganzas.
   
   
       Manuel Reyes Camacho
   


* Confío en que mis alumnos no se entusiasmen con la ortografía del emperador. Para su consuelo puedo asegurarles que si su alteza Carlos V se hubiese examinado de selectividad, le habríamos suspendido.

Artículo incluido en el libro "Granada, Ciudad del Agua",  editado por el Instituto Padre Manjón en el año 2001.