20 de julio de 2010

La frontera entre el derecho de huelga y el chantaje social


Los humanos somos muy dados a establecer clasificaciones, parece un método eficiente para organizar el conocimiento pero, por desgracia, esta táctica no tiene establecido un modo práctico para colocar con precisión la barrera entre los conjuntos a separar y en este intento solemos naufragar.

¿Dónde terminan exactamente mis derechos y comienzan los de mi vecino?

El derecho a la huelga quedó legalmente establecido hace ya mucho tiempo y hoy se encuentra tan asentado en nuestra cultura que nadie se atreve a ponerlo en duda como un derecho inalienable al que cualquier estamento social, sin importar su clase o naturaleza, pueda acogerse. Sin embargo, en nuestra actual sociedad del bienestar hay momentos en que este derecho nos lleva a incertidumbres bien fundadas. De hecho ya hay precedentes formales de restricciones como las que impuso el Tribunal de Justicia de Luxemburgo en el año 2007 (en el famoso caso Viking) donde el Alto Tribunal admitía que aunque el derecho de huelga forma parte del derecho Comunitario como un derecho fundamental, su ejercicio puede ser sometido a ciertas restricciones cuando se ponen en peligro otros derechos fundamentales. En aquella sentencia se refería al derecho al libre establecimiento de las empresas dentro de la Unión Europea, ahora estamos hablando del derecho de libre circulación de los ciudadanos.

Basta esperar a la llegada de cualquier periodo vacacional, navidades, verano, para tropezarnos con pequeños grupos bien valorados, incluso admirados socialmente, aunque solo sea por los desvergonzados sueldos que perciben que, a cambio de obtener unas monedas más y amparados por sus propios sindicatos, no tienen el menor empacho en malograr el merecido descanso vacacional de millones de ciudadanos cuyo nivel de vida, en general, está muy por debajo del suyo.

¿A estas acciones se las debe incluir en el cajón de las huelgas laborales o habrá que ponerlas en el de los chantajes sociales?

Para dirimir tan peliaguda tesitura sospecho que tendríamos que comenzar por las raíces. ¿Cuáles fueron las razones que impulsaron a la sociedad a admitir la huelga como un derecho? Sospecho que no será necesario recurrir a la precisión de las enciclopedias ni a los tratados de derecho del trabajo para entender que se trataba de salvaguardar el derecho a la vida digna, a no ser pisoteados por las empresas, por los grandes y pequeños empresarios quienes, ocupados en su lucro personal, no se acordaron de considerar la dignidad de sus empleados.

¿Dónde quedan estos principios cuando los huelguistas son los pilotos de aviación civil o los controladores aéreos, cuyos impúdicos salarios se sitúan en el mismo nivel de las nubes donde trabajan? Estamos hablando, según he oído, de unos 170.000 euritos anuales de media (unos 29 millones de pesetas). Logrados, no por la dificultad extrema de su trabajo, sino por la reiterada práctica del chantaje social, año tras año.

Hace falta tener muy escaso pudor moral para que unos cientos de estos millonarios decidan frustrar y privar de su derecho a la movilidad y al descanso a millones de personas, a cambio de incrementar su bolsa en unos eurillos extras.

La situación se hace más sangrante cuando uno se pregunta, ¿hasta cuanto de difícil es la profesión de la que hablamos?

Yo recuerdo, en mis años mozos, el detenerme en Puerta Real, el centro de mi querida Granada, a contemplar la increíble eficacia del guardia de tráfico que, situado en la encrucijada de 6 calles de intenso tráfico y armado de un silbato y dos grandes guantes blancos, lograba, con arte y estilo torero, que decenas de coches circularan sin problemas. ¡Hay! ¡Entonces aún no se habían inventado los torpes semáforos!

Pues cambien ustedes el silbato por una emisora de radio, los guantes por unos radares y los coches por aviones y tendremos un controlador aéreo.

Me pregunto con nostalgia cuánto cobrarían aquellos guardias y cuantas veces en sus vidas irían a la huelga. Claro que quizá no haya que santificarlos, como nos gusta hacer con todo lo pasado, es posible que ellos no fueran conscientes de la capacidad de chantaje social de que disponían. Su huelga hubiera paralizado la ciudad. Pero también es posible que, precisamente por eso, porque conocían la gran responsabilidad de su trabajo, nunca se atrevieron ni a planteárselo.


No quedaría completa esta reflexión si no nos preguntamos a su vez cuál debe ser la responsabilidad del gobierno de una nación para salvaguardar los derechos esenciales de los ciudadanos, como la movilidad, en el caso que nos ocupa.

A mi modo de ver hay dos campos claros de actuación. El primero, por más rápido, sería disponer de refuerzos de técnicos de estas especialidades conflictivas para casos de emergencia. Y el manantial de estos técnicos podría estar en el ejército. Por fortuna, desde que Rusia se ha convertido en un apetecido lugar para pasar las vacaciones, ya no necesitamos a un ejército para salvarnos del malvado ejército rojo y, con la liberación de responsabilidades que esto implica, el ejército podría cambiarlas por las de salvaguardar los derechos de la sociedad frente a pequeños grupos extorsionadores.

La otra vía de actuación gubernamental, que no excluye la primera, sería la típica del gobierno: legislar.


Legíslese el derecho de huelga de manera que sea fácilmente distinguible del chantaje social y de modo que los derechos básicos del resto de los ciudadanos no se puedan poner en peligro.