Érase una vez los tiempos de
Maricastaña, cuando la escritura apenas acababa de ser felizmente inventada. En
aquella época, algunas mentes avanzadas consideraron la necesidad de dejar
constancia escrita de las tradiciones orales que durante centenares, o quizá
miles de años, se habían ido transmitiendo en forma oral.
Así nos cuenta la historia que
Dios hizo al hombre y la mujer y los puso a vivir en el Paraíso Terrenal
(actual desierto entre el Tigris y el Éufrates región donde moros y cristianos
siguen intentando comprenderse a cañonazo limpio). Según parece, Adán, el muy
pillín, se conquistó a Eva, o, perdón, creo que fue al revés. El caso es que
Eva se llevó a Adán al huerto y, en fin, tampoco hay que entrar
en detalles escabrosos, la consecuencia final es que Dios, se enfadó
muchísimo por esto.
Uno puede caer en la
tentación de preguntarse, ¿pero no había hecho a un hombre y una mujer, cómo es
que se enfada por...? (No olvide el exégeta a la hora de intentar
comprender los hechos que, por aquél entonces, aún no se había inventado la
lógica, eso ocurrió después, en Grecia).
El caso es que se enfadó tanto
que los condenó por la eternidad a tener que “ganarse el pan con el sudor de su
frente”, (tampoco debe perder su tiempo el exégeta tratando de
comprender de dónde salían los panaderos si solo estaban Adán y Eva)
dicho sea en otras palabras: Los condenó a trabajar.
El trabajo, así, fue una condena
divina por hacer marranaditas.
Curiosamente, los griegos, aunque
no conocían estos cuentos de los judíos, decidieron que lo mejor era que
trabajaran los esclavos y así las élites aristocráticas, aburridas, se
dedicaron a inventarse la filosofía. Lo que consiguieron con gran mérito.
La pena fue que, dada la
trayectoria de observación atenta de la naturaleza de los primeros filósofos,
llamados presocráticos, cualquiera (hoy) hubiera podido predecir el inevitable
descubrimiento del secreto del pensamiento científico por los griegos. De no
ser porque nacieron macarras como Sócrates, Platón y otros, que desviaron el
pensamiento del buen camino, el de buscar la realidad objetiva. Por esto, y
quizá porque en la época el trabajo no gozaba de mucho predicamento social. No
sé si todo el mundo es consciente que el pensamiento científico es propio de
currantes, y no de aristócratas, puesto que la experimentación es un
trabajo manual de los gordos, minucioso, pesado y frustrante.
Esta animadversión por el trabajo,
con diversos matices, ha sido así en todas las civilizaciones a lo largo de los
siglos. No hay más que ver las uñas que se dejaban los aristócratas chinos y
las mangas de sus vestidos, solo para demostrar que ellos no habían dado un
palo al agua en su vida. Incluso en los siglos XVI y XVII, la nobleza española,
sin ir más lejos, prefería la muerte por inanición a tener que trabajar. Si
alguien lo pone en duda lo remito al Lazarillo de Tormes.
Hagamos un paréntesis para
aclarar que, según los historiadores modernos, todo esto arranca del cambio social
que las tribus primitivas sufrieron al pasar de una economía de
cazadores-recolectores, que era casi un juego, a la de agricultores, donde el
trabajo duro y constante era imprescindible para la supervivencia. Y… cuando
aprendieron a escribir, cada uno contó a su manera este asuntillo del trabajo.
Fue la burguesía la que puso el paradigma del “trabajo maldito” en
cuestión. La burguesía que surge en Europa en el Renacimiento y que basa su
vida en el esfuerzo y el trabajo de sus negocios, de sus pequeñas e incipientes
industrias, entre las que hay que incluir una pre-industrialización del campo. Con
ello, logran vivir bien e incluso hacerse ricos muchos de ellos. Una burguesía
que acaba teniendo todo el dinero de una sociedad cada día más
industriosa. Frente a la nobleza, sumida, cada vez más, en la miseria de sus extensas
tierras improductivas y sus sirvientes.
En Francia la nobleza necesita el
dinero de los burgueses, pero no permite bajo ningún concepto el acceso de
éstos a sus palacios. Los burgueses acaban cabreándose, se monta la
Revolución y terminan cortándole la cabeza a la nobleza en pleno, incluido el
rey y su familia. Cae incluso Lavoisier, el "padre" de la química,
que no despreciaba el trabajo, pero que era un aristócrata. En Inglaterra los
aristócratas se afanan en casar a sus hijos con los herederos de ricos
burgueses, con lo que paulatinamente los van fagocitando. Incluso inventan el
darles títulos nobiliarios (Sir) a las personas (no aristócratas) de gran
mérito (especialmente si el mérito era monetario).
Es en esta época de prosperidad
que ha traído la incipiente tecnología y la creciente valoración social del
trabajo donde surge con fuerza el pensamiento científico. Arranca en Italia con
Galileo (un currante hijo de un músico), seguido por muchos en el resto de
Europa, pero muy especialmente en Inglaterra, con hombres como Newton (otro
currante que consigue títulos nobiliarios) y otros muchos nobles de los de
sangre azul a quienes no les importa mancharse las manos en un
laboratorio, y lo mismo ocurre en el resto de Europa, si exceptuamos a España,
claro.
Y es que, podríamos decir que así
como la filosofía y el derecho son
frutos de las aristocracias, griega y romana respectivamente, la ciencia es hija de las burguesías renacentistas
porque nace del esfuerzo intelectual y manual conjuntamente.
Con la llegada de la era
industrial, el trabajo no solo es ya digno y valorado sino que se convierte en
una necesidad imperiosa. La gente escapa de la esclavitud campesina de los
aristócratas e inunda las ciudades industriosas, donde el que no trabaja se
muere, desde el más rico al más pobre.
Hoy el trabajo está dentro de la
Declaración Universal de Derechos Humanos. Artículo 23: “Toda persona tiene
derecho al trabajo,...” Y está contemplado en las constituciones de los países,
y el mayor logro político de un gobierno está en ese sueño del pleno empleo.
Pero por desgracia la era industrial que comenzó, allá por
el siglo XVIII, y que a medida que se
desarrolló acabó proporcionando trabajo a todo el mundo, ha evolucionado hacia
finales del siglo XX en el sentido de quitárselo. Las máquinas han acabado
haciéndose tan “listas” que trabajan solas, ya no necesitan a los trabajadores…
¿Y qué va a ocurrir
ahora?
Manuel Reyes Camacho
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